“Buenos días, soy Agapito López, redactor de (periódico de referencia de ámbito nacional). Estaríamos muy interesados en hacer una entrevista al director general de (empresa/entidad a la que asesoras en comunicación)”. “Muy bien. Una pregunta antes de seguir hablando. ¿Se trata de interés periodístico o tiene algún tipo de contraprestación económica?” “No, no, no es publicidad. Lo único, habría que cubrir los costes de producción”. “Ya. ¿Y a cuánto ascienden esos costes de producción?”. “Una página completa serían 3.000 euros más IVA y media 2.200 más IVA, pero ya te digo, eh, sólo para cubrir nuestros costes de producción”.
Hasta aquí reproducimos de modo más o menos literal una conversación que cada vez viene siendo más habitual entre agencias de comunicación y presuntos periodistas de prestigiosas cabeceras. Ahora ofrecemos nuestra traducción de la jugada al lenguaje llano.
“Buenos días, soy Agapito López y llamo de una editora que se dedica a ofrecer contenido comercial de pago para suplementos de medios escritos de prestigio. En realidad, se trata de advertorials, es decir, anuncios con apariencia de noticia. Publicidad engañosa, vamos. Gato por liebre. Además, como se la estamos intentando colar al lector, que cree leer información mientras en realidad se traga un anuncio, esto es mucho más caro y vale una pasta. A 3.000 la página, oiga”.
Nuestra respuesta a este tipo de propuestas también suele ser muy clara: No, gracias. El pago por contenidos es una opción muy legítima para promocionar la imagen pública de una entidad y también para recaudar fondos en el caso de un medio y aliviar así su maltrecho balance financiero. Pero no disfracemos la realidad. Hablemos claro y seamos honestos. Con los medios, con las empresas y con los lectores. Porque la mentira tiene un recorrido muy corto y consecuencias catastróficas para un medio de comunicación, cuyo principal activo es la credibilidad.